La conocí cuando no debía conocerla, cuando mis pasos habían perdido su rumbo, cuando era incapaz de pensar en nada que no fuese mi propio dolor.
La conocí un día de otoño. Había salido a despejar la mente, y todo se aturullaba en mi cerebro. Yo caminaba por las amplias salas de aquel museo. Solía ir allí, desde que era muy joven, a perderme entre las estatuas, los mosaicos y los peines de oro.
Paseaba marchita, sin prestar mucha atención a lo que me rodeaba, a aquello mismo que había contemplado embobada tiempo atrás. Decidí sentarme en un banco, con la sola idea de no tener que salir de allí tan pronto. Una sombra se aposentó junto a mí.
— Es extraordinaria, ¿verdad?
Asentí sin saber a qué se refería. Yo solo veía distorsiones, figuras sin sentido en un espacio blanco.
— Nunca había estado aquí, y mira que llevo toda la vida viviendo pocas calles más abajo.
No me molesté en contestar. ¿Qué clase de persona va a un museo a dar la tabarra? A ella parecía importarle poco mi indiferencia, y seguía y seguía, y no callaba nunca. Me estaba desesperando. La impotencia me recorría el cuerpo, solo se me ocurrían cinco palabras: “¿por qué no te callas?”. Estaba desesperada por retomar el silencio, pero aquella cotorra no dejaba de parlotear. Mejor era levantarse, marcharme de su lado. Sin una despedida.
Subí las escaleras que daban a la cafetería. Me senté junto a la cristalera, desde donde que podía contemplar el embravecido mar. El camarero tomó nota del susurro y, con rapidez, me trajo el café, un vaso de leche, un sobre amarillo y la cuenta.
— Con este tiempo, solo apetece un Colacao. Deja que te invite.
— Te lo agradezco —contesté con un gruñido.
A ella poco le importó, pues se sentó frente a mí y continuó con su cháchara.
— Habrá tormenta, y me dejé el paraguas en casa.
— Sí — contesté sonando lo más borde que pude.
— Chiquilla, que no soy tan fea como para que no me mires.
Aún no comprendo qué me hizo dejar de contemplar cómo las nubes se teñían de negro, y girarme hacia mi interlocutora. Delante de mí, una mujer menuda, de ojos vivos y sonrisa perpetua. Era mayor que yo, y seguía sin aprender a no molestar.
— ¿Ves? ¡Ahora mucho mejor! Me llamo Estrella.
— Silvia — respondí con total desgana.
— ¿Eres de por aquí? No te había visto nunca. Me acordaría. Tengo buena memoria para las chicas guapas.
Una lágrima recorrió mi mejilla sin que pudiera contenerla. La sequé con la mano, mientras aquella endiablada mujer seguía mirándome. ¿No pensaba irse nunca? ¿Cuánto tiempo hay que estar tintineando la cucharilla para que el cacao se disuelva?
— Lamento tu pérdida.
Enmudecí. ¿Tanto se me notaba?
— Gracias.
— Sé que no nos conocemos de nada, pero tenía pensado ir a dar una vuelta por ahí. ¿Por qué no te vienes? También sé estar en silencio. Hoy estoy aquí contigo. No estás sola.
Aquella loca, no sé cómo, consiguió que sus palabras me proporcionaran una paz de la que carecí durante demasiado tiempo.
Deambulamos por la ciudad, más gris que de costumbre. Cumplió su promesa, y yo agradecí aquellos momentos de silencio en compañía.
Terminamos sentadas en una playa de piedras, con el mar agitándose cerca de nuestros pies. El cielo ya no estaba negro, se había teñido de tonos anaranjados, como si de una tormenta de arena se tratase.
— Niña, deberíamos irnos, va a llover a mares y nos empaparemos.
— No me importa. La cuestión es sentir algo.
— ¿No lo puedes sentir bajo techo?
— Llevo refugiándome de todo demasiado tiempo. Quiero sentir que sigo viva.
La primera gota cayó entre nosotras. Dejó impregnada la roca con su esencia. Estrella me miró, con esa cara que ponen las madres cuando se preocupan en exceso.
— No creo que nadie merezca que pilles una pulmonía.
— Ella sí.
— ¿Estás segura de eso?
— Ya no estoy segura ni de por qué me sigue doliendo.
Escrito por Sara Remendada
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