Ir a: Inicio "Quiero que te quedes"
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Estuvimos toda la noche charlando como dos cotorras, entre risas y risas. No me divertía así desde hacía muchísimo tiempo. Llegué a mi casa con la ilusión de que ese impulso había marchado bien y con la esperanza de que tal vez sería una buena oportunidad para olvidarme de la chica que me quitaba el sentido. Así que tonteé con la nueva mientras me mantenía alejada todo lo posible de Internet, para no caer en la tentación. ¡Y me costaba, eh!
Volví a quedar con la chavalita, y esta vez cenamos en un lugar diferente. Todo fue sencillamente genial. Aclaro que no llegamos a tener absolutamente ningún tipo de contacto, aparte de los dos besos en la mejilla del saludo y la despedida. No sé si era por mi postura de hacer lo correcto o porque en el fondo dudaba de si podría hacer algo, y además, era pronto para indagar en tales averiguaciones. El caso es que cuando estaba de camino a casa, en el coche de esa chica encantadora, algo vibró en mi pierna, y… en mi corazón, en cuanto vi una llamada perdida de… ¿de quién iba a ser? De mi eterna locura. Suspiré, disimulé y a los pocos minutos me despedí de la muchacha.
Esa llamada perdida había sido un golpe bajo en mi lucha contra el olvido. Y ahora que caía en la cuenta, ¡ella no sabía nada de lo que yo tramaba! Es decir, un día sin más me dio ese espinazo de “pues ahora la olvido” y me esfumé. No sabía nada de mí. ¡Qué tonta fui! Pretendía engañarme a mí misma considerando lo buen partido que era la chavalita nueva, que no quitaba que la chica de mi obsesión no lo fuese, que lo era, y además mucho. Pero claro… yo tenía mi desconfianza fija en ella.
Finalmente, un mensaje de texto suyo a media tarde hizo que me diera cuenta de cuán gilipollas puede llegar a ser el ser humano, en concreto: yo. ¡Decía que yo ya no quería saber nada de ella! Reclamaba mi atención… ¡Me extrañaba! Habían transcurrido dos difíciles e interminables semanas sin ella. La necesitaba. Me rendí. No podía dejar de pensar en ella en ningún instante. ¿Cómo pude creerme la patraña de que lograría quitármela de la cabeza?
En dos días octubre daría su fin. No podía seguir soportando esa tontería. Recurrí a mi familiar, de nuevo en busca de Internet y… ¿os lo creéis si os digo que las películas románticas de Hollywood se quedaron en la suela de mi zapato? Me declaré culpable por cometer el delito de alejarme. Le dije que mis días sin ella eran un sin-vivir y que no podía olvidarla. Que había ahorrado lo suficiente como para viajar en autobús para verla en persona. Lo dejaba todo para irme con ella e incluso lo haría con los ojos vendados, si así me lo pidiese. Que no podía reprimir más lo que sentía por ella. Y que si ella quería, al día siguiente me tendría allí.
Y con las mismas, el día siguiente me planté en Sevilla. Eso sí, ni dormí ni comí. Bueno, traté de engullir algo de alimento para no descuidar mi salud, y ya está. ¡Madre mía! No recuerdo haber tenido nunca tantos nervios. Visitaba el baño con frecuencia y temblaba de una forma completamente anormal. ¡Quería chillar y saltar! Ansiaba abrazarla con todas mis fuerzas y no soltarla jamás.
No se me pasaba por la mente la idea de que no se presentase en la estación. Estaba casi completamente segura de que estaría allí y le vería por primera vez. Pero, al bajar del autobús, por más que miraba de un lado a otro no le veía. ¡Menudo susto me di! Llegó un pelín tarde. Aunque no le regañé, porque en cuanto le vi, solo podía pensar en que ese ángel que había caído del cielo debía estar entre mis brazos. Pero no, fui más tímida que ella y no pasé de los dos besos en la mejilla. Fugaces, muy fugaces.
¿Normalmente se arreglaba tanto? Estaba preciosa con su fino pelo castaño planchado, un bolso que colgaba de sus hombros, tapados por una femenina blusa ajustada, y una falda vaquera de tono apagado. Si caminaba un paso por detrás disfrutaba de unas buenas vistas. Ni sus gafas pudieron ocultar el resalto que le provocaba el maquillaje. ¿Lo había hecho todo por mí?
A esta parlanchina le comió la lengua el gato. Estaba más concentraba en respirar, contenerme y tragar saliva que en hablar. Podría haber saltado como una leona sobre su delicada figura perfilada por los dioses, pero dudaba de si ella querría. No era de mi gusto intercambiar un fuerte abrazo por un tortazo. Fuimos directamente al piso donde residía por sus estudios universitarios, porque tenía que darle la papilla a una adorable cría de agapornis roseicolli. Son como bebés, tienen sus horas de comida. Y ella era su madre. ¡Y qué bien se le daba! Desde el sofá le observaba perpleja mientras le daba alimento y mimos al pajarito, y se me caía la baba descomunalmente. Pensaba: ¡quisiera ser un pájaro para que me trate así!
Dimos un paseo por el centro y nos tomamos un refresco en un bar de ambiente. Llegamos a una hora donde el local estaba vacío, y eso nos proporcionó intimidad. Yo me movía poco a poco hacia su lado mientras ella se alejaba de mí. Era un juego de lo más extraño e hizo que me confundiera.
No cesaba en hacerle ver que me moría por ella, que ansiaba tenerla piel con piel y labio con labio. Claro que no se lo decía directamente. De todas formas, yo parecía una acosadora, ya que ella no me daba señales positivas, aunque tampoco negativas. Todo era muy raro y yo estaba muy nerviosa.
Llegó la noche y consigo la invitación tan anhelada, por lo que dormiría en su piso. Parecía mentira, después de tres meses de contacto por Internet y teléfono, que pasáramos a estar bajo el mismo techo esa noche. Verlo para creerlo. Y preparó una cena exquisita. Fue la primera vez que probé su receta de tortelinis de queso, que contenía: queso en loncha, queso en polvo, tomate y salchichas. Toda una delicia, lo aseguro.
Apagó la luz, nos sentamos en el sofá y puso una película en su ordenador. La lluvia hizo del salón el escenario perfecto para dar un paso hacia delante. La tenía a dos centímetros de mí. Tenía sujeto con debilidad el impulso de acercarme a ella. Apenas podía recobrar el aliento que se escapaba de mis pulmones. Desde la distancia podía imaginarme mis manos temblorosas en sus sonrosadas mejillas, y mis labios sobre los suyos, intranquilos y ardientes. Mi pecho palpitaba poseído por su aura embrujada. Me encontraba floja. Creo que si no hubiera estado sentada, hoy por hoy sabría definir cómo sabe un suelo.
Con mucha lentitud, fui ladeándome sobre su regazo y, no puedo explicar el cómo, pero acabamos tumbadas a lo largo del sofá: yo con mi espalda pegada al respaldo y con la suya pegada a mí. La abracé y empecé a acariciarla con ternura. Su mejilla, sus labios, su cuello, su brazo…
Me adapté a ella a la perfección y nuestros cuerpos quedaron entrelazados. Yo estaba embelesada, y ella dormida (o eso intentaba aparentar). Le di besitos en el cuello y en la cara, con la más absoluta de las delicadezas. Al poco tiempo, se “despertó”, y fue al baño. Cuando regresó, yo la estaba esperando en mitad del sofá, y se sentó a mi lado. No hablamos, pero entendía mi mirada. Le rodeé con mis brazos, le acerqué hacia mí y le besé en los labios.
Volvimos a tumbarnos con la misma postura y, al finalizar la película, hizo ademán de incorporarse. El silencio era ensordecedor. Entonces, me indicó en qué cuarto dormiría ella y en cuál yo. Ahora que estaba empezando a asimilar su piel junto a la mía, quería separarnos. ¡Qué crueldad! Sin embargo, en cuanto se fijó en mi expresión suplicante y adorable, cambió de parecer. Y así fue cómo me convertí en búho. No pegué ojo en toda la noche, ya que dormitar sería desperdiciar el tiempo, cuando podía invertirlo mejor mimándola (aunque ella no me devolviera las muestras de afecto).
Madrugamos para desplazarnos hasta la estación de autobuses, donde daría lugar nuestra despedida. No sabía cómo tenía que sentirme, porque todo era muy extraño. No abrí la boca, ¿qué iba a decir? Llevaba horas haciéndole carantoñas, y ella ni se movía. La situación no tenía buena pinta, pero tampoco mala, porque tenía boca para haberme dicho “no” si no le apetecía. Y a la hora de dividirnos para que cada una se fuera a su andén, me consumió la duda: le dije adiós y, sin mirarle a los ojos, di media vuelta y partí de inmediato. Sí… salí despavorida hacia mi autobús, con el corazón extasiado y la vergüenza latente.
Horas más tarde, cuando llegué a mi casa, cargué la batería de mi teléfono móvil, porque estaba muy baja. Y, de repente, mirando el móvil, quedé perpleja. “¡¿Eh?! ¿Pero esto qué es?”, musité mientras abría un mensaje de texto de ella. Me lo había enviado justo en el minuto después de que me fuera, un hecho que noté le pareció divertido e hizo una broma al respecto. Que se notaban las ganas que tenía de verla, porque había salido corriendo y todo. Rompí en una carcajada. Después de todo tenía interés en mí, aunque se hubiera comportado de una forma tan rara. Me ruboricé y experimenté una sensación cálida muy agradable. Algo así como… tranquilidad.
Pero no me hubo de durar mucho esa felicidad, porque poco rato después, mi madre me informó de que una tita muy importante para mí, estaba en el hospital muriendo de cáncer y apenas le quedaban 48 horas de vida. “Chiqui”, así me decía ella cuando yo era pequeña, y eso fue lo que estuve repitiendo una y otra vez por más de una semana, hasta que asimilé su muerte. Y debo confesar que lo llevé mucho mejor de lo que esperaba, porque contaba con un apoyo que nunca había tenido en situaciones similares. Exacto. En ese momento tan triste de mi vida, ella supo estar ahí, aunque no fuera físicamente. Ninguna chica había hecho algo así antes por mí. Y fue cuando comprendí que de verdad le importaba.
El viernes siguiente volví a ir a Sevilla. Todo estaba mucho más nítido desde la primera vez que nos vimos, y yo desprendía felicidad por los poros. La niña estaba sencillamente radiante. Guapísima. El reencuentro fue mágico. Al fin dejó de ser una muñeca inmóvil y nos abrazamos con fuerza. Nos besamos. No cabía en gozo al pensar en la suerte que tenía al tenerla a mi lado y poder pasar todo el fin de semana con ella. Y la verdad es que… nos lo pasamos genial.
Casi padecía desmayos cuando, con una timidez descomunal, ella pasaba sus dedos por mi cuerpo, para después cubrirse la cara con lo primero que pillaba. Eran pequeñas descargas de electricidad que me desarmaban. Me derretía jugando en la cama a hacernos cosquillas. Me sentía enorme cuando nos dábamos la mano en la calle. Todo era mejor de lo que siempre había imaginado.
La madrugada del domingo, horas antes de que nos volviésemos a separar, trató de convencerme para que me quedara otro día más, y entonces mantuvimos una conversación que yo no estaba dispuesta a aplazar por más tiempo. ¿En qué punto se suponía que estábamos? ¿Qué éramos? ¿Qué sentíamos? Me prometí no volver a estar con nadie hasta estar completamente segura, y por mi parte lo tenía todo muy claro. Pero, ¿y ella qué?
Me habló de sus temores, por un intento de relación fallida que había sufrido en el pasado. ¡Venga ya! ¿A mí me iba a contar miedos? ¿Cuántas veces había fracasado yo?
Si había perdido hasta la cuenta. Y, para ser sincera, era la primera vez que tenía la certeza de que no estaba dando un paso en falso y que esa persona era idónea para mí. Así que, finalmente opté por hacerle entender que, si no sabía lo que quería, sería muy incómodo que me quedara otro día. Dicho esto, cambié de postura, despegando mi cuerpo del suyo, y respiré muy hondo el aire de otra historia de amor que daba por finalizada. Inhalaba mi derrota.
Creyéndolo todo perdido, cerré los ojos y reprimí mis lágrimas. No quería hacer el ridículo delante de ella y humillarme de ese modo. Entonces, de sus labios brotó un susurro: “quiero que te quedes”. Me volteé, nos miramos, y entonces nos dimos cuenta de que el miedo había quedado en el pasado y que, a partir de ese momento, íbamos a disfrutar de un presente y un futuro juntas.
FIN
Escrito por Verónica Domínguez
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