Relato: Quiero que te quedes (Capítulo 1)

miércoles, 7 de septiembre de 2016
Quiero que te quedes

En la terraza de mi casa, semitumbada en un sillón y respirando el apacible aire nocturno veraniego, que me traía calma y sal, trataba de investigar en las estrellas mi desdicha. Pero yo no tenía conocimientos de Astrología. Simplemente no sabía dónde más buscar respuestas.

Así transcurrió la primera mitad del verano, hasta que una tarde en la ya solitaria playa, donde los cubos de basura rebosaban y las últimas sombrillas eran quitadas, di un paseo mientras desaparecían los últimos rayos de sol. Al igual que un pez de mercadillo no puede vivir en el mar, un cangrejo marino moriría en agua dulce. Eso yo lo sabía, pero no bastaba, no era suficiente. Había un misterio que traspasaba los límites de mi entendimiento.
¡Ni todos los peces eran iguales, ni los cangrejos, ni... las personas!

Cuando mi desconcierto se fugó, amaneció un pensamiento con la luz que a la recién llegada noche le faltaba. No solo tenía que buscar a mi amor adecuado en mi mismo agua, también tendría que ser de mi color, tamaño y sabor. Tenía que saber escoger. En un mundo de ignorantes y lectores, ella debía pertenecer a mi grupo, para así escribir juntas nuestra historia.

Que jamás daría con ella, que siquiera existiría, que me quedaría sola toda mi vida... En una pecera individual... Acabé nuevamente en el sillón de la terraza, iluminada por la esperanza y el pesimismo, que luchaban entre sí para ganarse mi corazón.
Dormí la inseguridad y soñé con un lugar virtual, más bello que la realidad, donde me nombraba como poetisa en un chat de personas con un sinfín de perfiles e intenciones disparatadas. Me aferré al primer hola que leí bien escrito, sin saber que a partir de ahí cambiaría mi destino, y que todo el tiempo que había malgastado equivocándome con otros perfiles ignorantes, acabarían junto a los demás desperdicios en los cubos de basura de la playa.

Inhalaba casualidades que me producían rápidas palpitaciones. Todo el tiempo se reducía a un segundo, y las noches ya no estaban hechas para dormir. Mis dedos se estiraban y encogían por el teclado del ordenador por tal de no tardar en responder.

Provocó intensas llamas que consumían mi pasado glacial. ¡Y me elevé! Me elevé tanto que ya no me importaba caer. Había descubierto que erraba al pensar que ya conocía todas las sensaciones del embrujo que era un enchochamiento.

Se reveló el amor en mí más fuerte que nunca. Los versos brotaban con la misma facilidad con la que respiraba, y se los enviaba, con un beso por sello, soplándolos desde la palma de mi mano, esperando que después de cien kilómetros entraran por la ventana de su cuarto y los guardara en su alma.

Su timidez, me inspiraba adoración, su introversión, duda. Pero no me frené, porque empecé a entenderla entre líneas. Comprendí lo que significaba compatibilidad, y pude notar el vínculo que habíamos construido. Ella terminaba mis frases, yo recitaba sus poemas favoritos, como si fuera algo predecible entre dos personas que se conocen de muchos años.

Mis madrugadas de insomnio pronto hubieron de acabar, pues me quedé sin conexión a Internet. Rogué me diera su número de teléfono y me lo ofreció, y no tardé ni un día en mandarle un mensaje de texto. Ya la echaba de menos. Mi corazón dio un vuelco cuando contestó, pues casi tenía la certeza de que mi entusiasmo por ella no era correspondido en igualdad, y por lo tanto me ignoraría. Desde entonces, estudié su nuevo tímido lenguaje sin Internet, en busca de su interés por mí.

Un milagro me devolvió la conexión. Ya conocía su horario, y desde la tarde la esperaba ansiosa por hablar con ella hasta bien entrada la madrugada, que en verano equivalía a las 05:00 horas de la mañana.

Siempre había algo de qué hablar y nunca se producían silencios más largos que una visita al lavabo. Estaba tan ensimismada en ella que, siendo consciente de mi soltería y haciendo uso de ella, no disfruté realizando el acto sexual con otra chica. Y pensé en ella. Y me sentí mal. Y volví a decirme a mí misma que no tenía compromiso con nadie. Y volví a sentirme como un monstruo pone cuernos. ¡No la conocía en persona! ¿Qué me pasaba? ¿Qué significaba ese sentimiento de culpabilidad?

Apenas la conocía desde hacía un mes y no pude reprimir el vergonzoso acto de la confesión, como si hubiese cometido un delito y tuviese que pagarlo con un duro castigo. Por reprimenda obtuve, dentro de su introversión y mudez, una breve frase indiferente, pero sin serlo en su totalidad y, a su vez, esas letras murmuraban una sonora molestia. Claro está, no éramos pareja, no éramos nada, no nos conocíamos. Pero, sobre todo, no tenía certeza de su correspondencia en sentimientos, solo de mi obsesión por ella.

Ese lamentable bache quedó en el pasado y, por fortuna, esa cosa indefinible como quiera que se llamase que estaba sucediendo entre nosotras, siguió su marcha. Y juro que sentí ese amor que describía Lady Viola en la película Shakespeare in love: “Yo pretendo que haya poesía en mi vida, y aventura, y amor… amor por encima de todo. El amor que es capaz de derrumbar la vida, impetuoso, ingobernable, como un ciclón en el corazón ante el que nada se puede, ya te arruine o te embelese. Yo debo sentir ese amor.”

Un suspiro es expresión en aire. Su significado se halla en un gran arcoíris, y en él, cada color representa una razón de origen. Y ella era la razón de mis suspiros, el motivo de mis sonrisas y la culpable de mis desvelos en la noche.

Finalizó el verano y junto a él mi estancia en la casa de la playa. Tenía que volver al odioso pueblo donde residía el resto del año. Ahora me daría aún más asco la existencia allí, pues estaría sin Internet. De nuevo tuve que hacer triquiñuelas para comunicarme con ella. Locales donde pagaba por un mísero rato de Internet, redes wifi que desaparecían, llamadas telefónicas…

Trabajé durante dos semanas en un almacén de frutas, donde meses después volvería por la temporada de fresas, frambuesas, moras y arándanos. Fueron dos semanas en las que gané poco dinero, pero el suficiente como para ser una agarrada y una buena previsora del futuro que estaba comenzando a imaginar… junto a ella. Me sacaría el carné de conducir ahora que ya no estudiaba y tenía trabajo, e iría a conocerla. Sevilla, ¡cuánto te deseaba!
En un libro de horóscopo perpetuo busqué nuestra compatibilidad. Se me antojaba interesante, y fue delicioso leer lo que quería mi corazón. Por teléfono se lo hice saber. Además, fue una sorpresa la coincidencia de la fecha de su cumpleaños, pues en mis dos relaciones anteriores de más duración, ellas cumplían años con la separación de unos días. Recuerdo contárselo y que se riera tímida comentando lo rápido que la incluía en esa curiosa casualidad.

Una tía suya que vivía por el norte la invitó a su casa y se fue una semana, acompañada de una amiga de la facultad. Yo sabía que su entorno era heterosexual, pero allí, muy cerca del lugar, habitaba la chica que yo consideraba mi rival. Una amiga virtual de ella con la que hablaba a diario y de la que siempre tuve unos celos desmedidos. Se verían, lo sabía. ¿Qué pasaría?

Durante ese tiempo no tuve el más mínimo rastro de ella, no recibí mensajes suyos en las redes sociales, ni llamadas perdidas significantes de recuerdo en mi teléfono móvil. Entonces, esas mariposas en mi estómago que revoloteaban alegremente se transformaron y adquirieron unos punzantes aguijones, que me agujereaban por dentro sin piedad. Pasaba los días, las tardes y las noches, entre cambios de postura en la cama, con el pensamiento de que me ignoraba y meditando si yo le importaba. Por supuesto, imaginaba que quería a la otra, y mil y una preguntas brotaban a la vez por milésimas de segundo. Explotaría.

Apenas hubieron pasado unos días, trasladé mi presencia, un poco de ropa y mi ordenador portátil, a casa de un familiar que tenía conexión a Internet, para pasar el fin de semana allí. Y dichoso el destino que quería que tropezase con ella. Reconozco que no me encontraba muy lúcida, gracias a ese revoltijo en mi corazón al que mi razón era incapaz de imponer un control.

Me esforcé muchísimo para entablar una conversación con ella, y en mis vanos intentos por aparentar normalidad le preguntaba sobre… su viaje. Poco a poco fui sacando los pedacitos de mí en forma de palabras, tecleando sentimientos. Más bien, sufrimientos. En un empujón de coraje le expresé, de forma sutil, mi gran temor y quise saber si era cierto eso que me carcomía por dentro desde el momento en que supe que se marchaba al norte. ¿Se habían liado? ¿Estaban juntas?

La respuesta que recibí fue la peor que me podía haber dado, porque sus palabras fueron escasas, pero las suficientes como para que estallara mi corazón en una infinidad de pedazos. Me recordó mi acto de comienzos de septiembre, en el cual estuve con otra chica, y confesó que algo había pasado. La falta de información fue el arma más poderosa y cruel que existía en ese momento. En cuanto mis ojos terminaron de recorrer esa dura realidad en la pantalla, corté con la mayor rapidez que pude toda comunicación con el mundo exterior. Apagué el pc y el teléfono.

Lloré, relinché, pataleé, y golpeé la cama una y otra vez. Me maldije a mí misma por ser tan estúpida y darme la libertad de sentir tanto por una chica a la que no conocía en persona. Por llegar tan lejos. Debí frenarme a tiempo.

Horas más tarde, en la misma agonía que no se dispersaba, pero que podía equilibrar, encendí el pc en busca de un poema con el que me identificaba en ese momento triste de desamor, y tuve la genial idea de revisar novedades en mis redes sociales, encontrándome así con varios mensajes de preocupación de ella. Procedí a encender el teléfono y saltaron algunas llamadas perdidas. Todas a diferentes horas. ¿Eso significaba que yo le importaba? ¡Bah, qué más daba! Si al fin y al cabo, lo más probable es que estuviera con la otra, que no me quisiera.

Acierto bien si digo que no cené, del nudo tan gordo que me tenía envuelta. A ver quién de las dos dejaba su orgullo atrás para hablar antes. Supongo que fui yo, no lo sé. Hay muchas partes de ese día que, a causa de mi dolor, no recuerdo en mi mente borrosa. Afronté la situación y, junto a mi deseo de que fueran felices tras yo apartarme de sus caminos para siempre, se lo hice saber. Pero algo no andaría bien en su cabeza, llámese remordimientos de pinocha, que luego trató de convencerme de que lo que me dijo por la tarde era mentira.

¿Y ahora quién se creía eso? No era nadie para exigirle nada, pero quise explicaciones de por qué me había mentido de esa forma, cuando tanto ella como yo odiábamos esa conducta de las personas. ¿Por qué esa hipocresía? Y tras mucho raspar en esa introversión siempre tan presente en ella, supe que necesitaba ver mi comportamiento ante eso y que tenía rencor de lo que sucedió en septiembre, y de algún modo le daba un poco de coraje mi reacción cuando yo sí que hice algo. Y yo no condenaba los hechos, en el caso de que hubiera pasado realmente algo, tan solo me hundí en el dolor, inevitable de sentir.

Mi contestación ante su posición fue un manifiesto por mi parte que iluminó la situación entre nosotras, y pudimos ver realmente lo que nos acechaba: amor. Básicamente: me había tenido toda la tarde llorando solo para hacerme saber que sentía lo mismo por mí. ¡Vaya forma más extraña de demostrar las cosas! Y claro, no por tener en claro los sentimientos de ambas, todo iba a ser a raíz de ahí de color rosa. No sabía si podía confiar en ella.
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Escrito por Verónica Domínguez

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