Ir a: Inicio Capítulo 5 "Dudas, mentiras y tópicos"
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Al despertarse se daban los buenos días. Compartían desayunos.
Intercambiaban fotos de camino al trabajo. Primeros planos de sus caras al
alba. Instantáneas de personas caminando somnolientas por las calles, aún
despejadas de coches y ruidos. Se escribían múltiples mensajes cortos por
teléfono, para contarse insignificancias. Pequeñas cosas que simplemente tenían
un objetivo, decir: “Hola. Te echo de
menos. Estoy aquí pensando en ti, pero como no tengo una excusa adecuada y me
faltan palabras y agallas, prefiero compartir contigo esta ridiculez. Algo muy
tonto que sólo entendemos nosotras. Algo que es nuestro y que te regalo por ser
tú”.
Así pasaron las horas durante catorce días, con risas en el estomago.
Nervios por salir del trabajo corriendo. Por mirar el teléfono, peinarse a
escondidas, sintiéndose más guapas, más jóvenes, más libres. Todo para salir a
toda prisa y verse un rato más. Para comerse a besos en la parada de metro, en
el río, en el ascensor o en cualquier portal.
Hacían todo lo que las parejas suelen hacer. Iban a cenar, paseaban de la
mano, se tocaban el pelo sin miramientos, se hacían caricias y se decían al oído
frases preciosas, que las dejaba atolondradas al escucharlas.
A Carolina todo aquello le parecía un milagro. Ir al cine con Verónica
como si la conociera de toda la vida, le resultaba encantador y surrealista.
Para ella era nuevo poder disfrutar de algo tan sencillo sin tener que hacer
esfuerzos. Simplemente recreando el momento. Asumiendo entre risas, las
protestas de Verónica por robarle palomitas, cuando Carolina le había jurado
que ella no comería ninguna. Carolina se decía a si misma, mientras veía a
Verónica rezongar: “La vida es esto. La
vida tiene que ser algo así”. Y lo era. Eso le decía su estómago y sus
entrañas.
A veces las cosas simplemente fluyen sin planteamientos. En ocasiones las
cosas se dan y no dependen de nadie. Eso lo saben tanto Carolina como Verónica,
por eso están así, de nuevo. Otra vez enredadas entres las sábanas, con ansias.
Con un deseo que no parece terminar nunca. Un apetito que sólo se alimenta de
piel, ganas, sueños y miradas cómplices.
Después de diecisiete días de enclaustramiento, Carolina accedió a
acompañar a Ana a una exposición en el barrio de Ruzafa. Ana, ha estado realmente
preocupada por ella. Carolina suele escribir a su mejor amiga, con asiduidad, pero
desde hace dos semanas lo único que ha recibido Ana ha sido un imperioso
mutismo.
Como Carolina no contestaba a sus llamadas, ni respondía a sus mensajes,
Ana decidió pasar a la acción, bombardeándola con mensajes constantes en su
buzón de voz. Mensajes de todo tipo y estilos. La llamó despegada, huraña, mala
amiga, irresponsable e insensible. La injurió por desaparecer y le cantó una
canción, grabada en varios audios, pretendiendo ser mordaz e insistente. Ana
desafinó por teléfono como solo ella es capaz de hacer, para insultar a su
amiga y conseguir que le cogiera el teléfono.
Aquella canción sacó la risa de Carolina con creces, consiguiendo el
propósito que pretendía Ana con aquella tonadilla: provocar que Carolina cediera
y le acompañara a la muestra de arte.
Carolina fue incapaz de negarse. Al fin y al cabo, Ana tenía razón. La
rubia prácticamente había desaparecido sin dar explicaciones. Carolina no había
compartido con ella ninguno de sus encuentros con Verónica. No podía culparla
de tacharla de despegada. Ana desconocía del todo la situación actual de Carolina.
Por eso ahora, Carolina, está maquillándose en el baño de su casa un poco
inquieta. Pintándose las pestañas con un rímel prácticamente vacío. Maldiciendo
sus tacones por ser inestables y no dejarla mantenerse en equilibrio, sin
pintarse parte de las mejillas por error.
Carolina dice palabrotas en alto. Una detrás de otra mientras se limpia
la cara. Refunfuña con su habitual mal humor sintiéndose un poco desconcertada.
En está ocasión, su enfado, le resulta algo desubicado. Maldecir es propio de
ella pero sus protestas le resultan algo excesivas para lo que acaba de ocurrir.
Aún así, Carolina, sigue firme mientras intenta arreglar su estropicio. Se pasa
una toallita desmaquillante con convicción y frialdad, para no decirse a si
misma lo que realmente le está molestando. De otra forma tendría que asumir
ciertas verdades que no está preparada para escuchar. El rímel y los tacones no
son suficiente excusa para echar de menos a Verónica, de la manera que la está
echando de menos.
- ¿Qué narices te pasa? – se dice Carolina a si misma, mirándose en el espejo -. No pareces tú. ¡Por el amor de Dios, si apenas la conoces!
Carolina llegó a la exposición tarde. Como siempre. Un poco despeinada. Se
quitó su chaqueta de cuero y se peinó su melena con las manos. El bar estaba
lleno hasta los topes. Hacía bastante calor.
Carolina buscó a Ana con la mirada, escrutando todos los rincones del
recinto, sin demasiado éxito. Estaba sedienta, así que cogió un vaso de vino
blanco que le ofreció un camarero que pasaba por su lado. Le dio un trago
largo, sintiendo como el aroma afrutado le encendía ligeramente las mejillas y
le relajaba un poco.
Se abrió paso entre la gente. Dio un par de vueltas concéntricas por todo
el bar antes de rendirse. Estuviera donde estuviera Ana, no se encontraba allí.
Así que lejos de ofuscarse en su búsqueda, prefirió esperarla disfrutando del
ambiente y su vino.
Carolina se paró enfrente de un cuadro que llamó su atención. Observó la
obra de arte que tenía delante con un profundo silencio. El cuadro estaba
impregnado de tonalidades estridentes que se unían en forma de espiral. Le dio
otro sorbo a su copa y se perdió en el dibujo ladeando un poco la cabeza, intentando
comprender su significado desde un nuevo ángulo.
- Hola Carolina.
- Hola Carolina.
Carolina se giró muda. Abrió los ojos, exageradamente, en un gesto casi
congelado. No le hizo falta esperar a que sus ojos se posaran sobre la mujer
que tenía a su espalda, para saber de quien se trataba. Hubiera reconocido la voz
de Julia en un mar de voces. Aunque su sonido fuera débil y a penas se distinguiera
su tono almendrado entre una multitud ensordecedora. Carolina distinguiría la
voz de su exnovia en cualquier situación. Jamás le ha resultado indiferente por
mucho que se lo haya propuesto. Hay algo en su tonalidad que le hace temblar, dudar,
sentirse torpe y pequeña.
Si Carolina se hubiera encontrado con Julia hace dos meses, lo más seguro
es que la hubiera abofeteado y se hubiera echado a llorar ahí mismo. Le hubiera
afrentado por dejarla tirada, con el corazón en la mano, completamente expuesta
a un mundo desconocido y hostil. Le hubiera recriminado todas las cosas malas
que le han pasado desde que se fue. Se lo hubiera dicho con saña y reiteración.
Con la clara intención de hacerle daño, y de que se sintiera responsable por
todo el dolor que le había causado.
Pero ahora que Carolina vuelve a tener a Julia delante, lo último que le
apetece es montar una escena. Tal vez porque Carolina se siente distinta. No es
la misma persona que vivía con Julia. Es otra mujer. Es más fuerte, más capaz y
más auténtica.
- Hola Julia.
- Vaya…Estás realmente guapísima – dice Julia,
alargando las palabras. Se hace un pequeño silencio entre ellas. No demasiado
incómodo, solo tenso -. No sé que es exactamente, pero… te noto distinta.
Carolina sonríe
con media mueca y mata lo que queda de su copa de vino.
- ¿Te apetece otro vaso de vino? – pregunta Julia.
- En realidad estoy esperando a Ana. He quedado
aquí con ella.
- Sólo será una copa, lo prometo – dice Julia
acercándose a Carolina-. Además…Estás sola, ¿no?
Julia mira a
Carolina fijamente. Clava sus ojos en ella intentando averiguar mucho más allá,
de lo que su simple pregunta pretende indagar.
- Sí…lo estoy - contesta finalmente Carolina.
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