Dos tonos tardaron en descolgar. Al principio, fue reacia. Terminó aceptando. El dinero siempre es un buen aliciente para que la gente haga lo que quieres.
Tres horas después, llegué a mi destino. Tuve que parar en un bar a tomarme una tila. Pensé que tendría más sangre fría, pero los nervios me estaban carcomiendo las entrañas.
Un pequeño cartel en el telefonillo anunciaba que se trataba de una empresa de telecomunicaciones. Tenía su gracia. Llamé una única vez. Esperé. Ni una pregunta, ni una palabra, tan solo el pitido que me daba acceso al portal. Abrí la puerta del ascensor. Tres pisos me separaban de mi destino. Tuve que inspirar profundamente y apoyarme en el espejo, que me devolvió un esperpéntico reflejo de mí misma. Recobré la compostura, y con el gesto más serio que tenía, salí del elevador.
Un pequeño pasillo, y ese cartel otra vez, Bodasama Telecomunicaciones. Golpeé la puerta con los nudillos. Podía escuchar voces lejanas en su interior. La puerta se abrió. Una mujer bajita, de grandes pechos y amplia sonrisa, me recibió, invitándome a entrar con un sencillo “bienvenida”.
Pasé a un salón con sillones y sofás de cuero. Opté por sentarme en el otro extremo, quería ver quién entraba y salía de la estancia, quién pasaba por delante. No podía perder detalle alguno o mi plan se desmoronaría.
La pequeña mujer se sentó cerca de mí. No sé si me miraba con desconfianza o intrigada.
— Ya está casi todo listo.
— Perfecto —respondí mientras luchaba para que mi voz no temblase como las manos que entrelazaba en mi regazo.
— Reconozco que su petición ha sido un tanto peculiar. No he accedido nunca a ello, y aún no sé por qué contigo sí. Es un servicio que no hacemos. ¿Cómo lo has sabido?
— Soy tan persuasiva como el dineral que le voy a pagar por esto. Y haga el favor de tratarme de usted —la severidad de mi voz me sorprendió a mí más que a ella—. Voy a pagar por ello. No quiero preguntas, tan solo lo que he pedido.
Desapareció a la velocidad de la luz. Es curioso cómo la gente se acobarda, incluso las personas más dominantes, cuando se enfrentan a alguien que no cede. Y yo no cedo nunca.
Minutos después, me invitó a acompañarla, asegurándome que todo estaba listo y a mi gusto. Esperaba que así fuera, todo dependía de ello. Me señaló la puerta del fondo. Titubeé unos segundos, y recé para que no se diera cuenta. Levanté la cabeza, apreté los puños y caminé como si lo hiciera sobre las aguas. Frente a la puerta, cerré los ojos un instante. El punto de inflexión estaba a unos pasos de mí. Una vez me aventurara, ya no habría marcha atrás. ¿Estaba realmente dispuesta a que mi visión de la vida se desvirtuara de semejante manera? “Has llegado hasta aquí. Has movido cielo y tierra. Continúa”.
Giré el pomo con suavidad, saboreando esos últimos momentos de inocencia. La luz del interior de la estancia me cegó. Yo lo había pedido así.
Pocos muebles vestían la habitación. Una silla de madera, una pequeña mesa redonda con algunas de mis peticiones y una cama.
Sobre el colchón, tendida, esperándome, se encontraba una mujer. Parecía tan frágil desnuda, con aquel antifaz, con aquellas esposas en pies y manos… “¿Todo bien?”, preguntó la mujer de turgentes pechos. Me limité a cerrar la puerta tras de mí.
La chica, tenía la cabeza girada, como si pudiera verme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Debía hacer lo que había ido a hacer. Extendí la mano, cogí la fusta y la sujeté con fuerza. Me acerqué a la cama. Ella parecía nerviosa. Acaricié su vientre con las tiras de cuero. Se contrajo. Bajé hasta su pubis. Se estremeció. Aquello le gustaba, y ese no era el plan. Le aticé en el muslo izquierdo. Gimió. No era suficiente. Pasé al derecho, con más fuerza. El zumbido de la fusta rompiendo el aire, dejó paso a un alarido. Eso estaba mejor. Ella intentaba ponerse en una posición de seguridad, pero lo único que podía hacer, era intentar juntar las rodillas.
— ¿Te gusta? —pregunté con el tono más sádico de mi repertorio, obteniendo un sencillo “sí”—. Voy a comprobarlo…
Agarré sus muslos, los separé. Ella comenzó resistiéndose, luego cedió. El envés de mi mano rozó sus labios…
— ¿Voy a tener que usar lubricante? ¡Esto no es lo que me prometieron!
— Solo dame tiempo, por favor —suplicó.
Su cara estaba descompuesta. Yo no sabía qué pensar, ¿de verdad disfrutaba conmigo?
Volvió a gritar cuando le coloqué la primera pinza en su pezón izquierdo. Tiré levemente de la cadena. Su boca se retorció. Creí ver que se mordía el labio. Quizá era eso lo que yo quería que pasara.
— Responde a una pregunta con la verdad, y te dejaré elegir el próximo juego. ¿Esta es la primera vez que practicas BDSM?
— Sí. Pero…, pero me gusta. Me encanta lo que me haces. ¿Puedes penetrarme primero con la bala? —preguntó a modo de súplica.
Miré a la pequeña mesa. Allí estaba, una bala negra y pequeña junto a un dildo de proporciones desmesuradas. Tomé ambos.
— ¿Estás segura de que prefieres algo tan pequeño como esto y no que entre con fuerza con esto? —acaricié con suma suavidad su vientre y su pecho con el dildo.
— Prefiero ir poco a poco.
— No me importa lo que tú prefieras.
Cogí el bote de lubricante, le abrí la mano y lo esparcí por ella. Hice que lubricara aquel obús morado. Cuando fue consciente del tamaño, volvió a intentar cerrar sus piernas. Esa vez no fui tan delicada, y se las separé con violencia. Comencé a bajar con él, desde su boca, lentamente, hasta su pubis. Ella se arqueaba, ¿acaso eso no era un gesto de placer?
— Me prometiste elegir…
— Elegir juego, no juguete. Has elegido que te penetre, y un “pseudotampón” no es suficiente. Al menos no lo es cuando te gusta tanto el dolor...
Iba a hacerlo, iba a meterlo en su vagina con todas mis fuerzas, hasta que solo pudiera sostenerlo con las puntas de mis dedos. Pero vi que, no solo estaba completamente seca, también temblaba.
— ¿Tienes miedo?
— No.
— ¡¿Por qué me mientes?! Estás aquí porque quieres. Tú has decidido estarlo. ¿Ahora vas a intentar que yo sienta que te fuerzo?
Estaba tan irritada… Pero, justo antes de embestirla con toda la rabia que llevaba dentro, volví a mirar su cara. Era preciosa, incluso con aquellas lágrimas que desbordaban el antifaz, no había perdido ni un ápice de belleza.
— ¡Dime la puta verdad! ¿Es esto lo que quieres?
— No… Yo solo… Mi novia… Mi jefa…
— ¡Tu dueña!
— Sí, ella… Ella me prometió que no dolería. Pero duele. Por favor, no le digas que no pude seguir. Te devolveré el dinero en cuanto pueda, te lo prometo. Pero no le digas nada.
Rompió a llorar como una niña pequeña. Me rompió el alma verla así. El dildo cayó al suelo. Ella se encogió del susto. La hubiera abrazado, pero no podía. Le quité las pinzas y me senté en la cama, pegada a ella, a la altura de su pecho. Acaricié su boca con mis dedos. Sus labios eran tan suaves como las primeras hierbas que brotan en primavera. Deslicé el antifaz hacia arriba, hasta que ni su frente pudo sostenerlo. Abrió los ojos, y comenzó a parpadear. Sus pestañas aleteaban como un colibrí. Fue haciéndose a la luz de la habitación. Se sintió aliviada, al menos hasta que fue consciente de que aún seguía esposada a la cama. Pataleó. Luego, me buscó con la mirada. Al encontrarme, volvió a llorar.
— ¡Desátame!
— Aún no.
— ¿Por qué haces esto?
— ¿Quieres que siga? ¿Quieres que te folle? ¿Qué es lo que de verdad quieres?
— Fóllame.
— No voy a hacerlo. He sido buena contigo. Podría haber sido cualquiera quien hubiera pagado tu precio, ¿crees que ellos habrían aceptado no violarte?
Me miró contrariada. Le tomó unos segundos darse cuenta de que aquello sí era una violación, de que yo podía haber hecho y deshecho, pues se suponía que estaba de acuerdo. Quizá me alivió ver en sus ojos que eso no era lo que deseaba.
— Iris, fóllame, tócame, hazme tuya.
— No.
— ¿Tanto asco te doy?
— ¿Asco? Me das pena, Marta. No sé qué cojones haces aquí. ¿Y si hubiera sido un sádico? ¿Estás gilipollas?
— Pero has sido tú. Y me has pegado…
— ¿Te he pegado? ¿Crees que eso es pegar? ¿Crees que lo hice con todas mis fuerzas?
— Pero lo has hecho. ¿Por qué? —su mirada contenía una mezcla de alivio y rabia.
— Debía saber si esta era tu decisión. Y si lo era…, si lo es…, respetarla.
— ¿Has venido hasta aquí para saber si quiero prostituirme?
— He venido hasta aquí para ver si era verdad que la estabas cagando tantísimo.
— Me echaron de casa cuando se enteraron de lo nuestro. ¡De lo nuestro!, tiene gracia, ¿verdad? Ya no había un nuestro. Tú te habías ido, me habías dejado sola. ¿Qué querías que hiciera? Ana me salvó de vivir en la calle. Me dio un techo, comida, un trabajo. Le ayudo con las chicas, recibo a los clientes, llevo las cuentas… Solo tenía que acostarme con ella. Solo eso.
— ¿Solo eso? ¿Te parece poco? ¿Cómo se le llama a “solo eso? ¿Prostitución? ¿Esclavitud? Dime, ¿cómo cojones se le llama?
— Sobrevivir. Me vi sin un puto duro, en la calle, sin nadie. ¿Qué querías que hiciera?
— Llamarme.
— No querías saber de mí. Ya nadie quiere saber de mí.
— ¡Y una mierda! Ve con este cuento a una que no te conozca. Creíste que esto era lo más fácil. Que tirarse a alguien que no quieres, es lo más sencillo del mundo. Que no te sentirías sucia. Y luego…, luego pensaste que no era tan malo, total, solo te la tirabas a ella. ¿Qué pasó cuando te dijo que te tenías que acostar con otra? ¿Te gustó? ¿Te dará todo lo que he pagado o vais a medias? No, claro que no, se lo quedará ella en concepto de gastos. Porque que te la folles no paga las facturas. ¿Cuánto se supone que le debes? ¿Te ha hecho ya las cuentas?
— ¡Para!
Por un segundo se hizo el silencio. No me callé porque me lo hubiera ordenado, más bien porque necesitaba asimilar la nueva información. ¿Cómo es posible que unos padres te dejen tirada por ser lesbiana, por amar? Sus padres, esos que tanto han presumido de sus modélicos hijos…, ¿acaso ella dejó de ser perfecta a sus ojos el día que les dijo que estaba enamorada de una mujer? ¿Afirmar que eres lesbiana te cambia el carácter? ¿”Soy lesbiana” es el abracadabra del siglo XXI? A ellos sí que sentí ganas de herirlos, de hacerles tanto daño como me fuera posible, de lograr que se dieran cuenta de que habían perdido a una hija, a una parte de ellos mismos. ¡Incultos y estúpidos padres pluscuamperfectos!
— Vente conmigo.
— ¿Y tu novia?
— No creo que le moleste que te saque de aquí.
— No va a dejar que me vaya.
— ¿Crees que me asusta esa tía? Tú te vienes conmigo, y que se atreva a impedirlo. Marta, tú no eres una posesión —alegué mientras le quitaba las esposas—, no puede retenerte. Y si tengo que llamar a la policía, la llamo.
— Nada de policía.
— ¡Vámonos!
— No.
— ¿Por qué? Te estoy dando una salida…
— Este camino lo elegí yo. Tú no eres responsable de mí. Solo vete.
— Te va a hacer daño. Y no hablo de que te deje por otra, sino de maltrato. Venga, Marta, no seas idiota, vente conmigo. Te puedes quedar el tiempo que quieras. Solo tienes que vestirte y salir por esa puerta.
— No lo has entendido. Aquí es el único sitio en el que valgo algo.
Tras aquella frase sin sentido alguno, se puso a gritar como una loca. Su captora pasó a ser su salvadora, y yo terminé con las costillas moradas, tirada en la calle.
Me pregunté mil veces si hice lo suficiente, si me estaba equivocando. Lo hice durante dos años. Era la hora de la cena. Julia y yo charlábamos sobre nuestro día, nos reíamos… La tele estaba encendida, era la hora de las noticias. No prestábamos mucha atención, pero el murmullo del presentador, empezó a retumbarme en los oídos, como si algo quisiera que alzara la vista del plato. La primera imagen, un río en el norte de España, unos policías enfundados en blanco, unos buzos, un cuerpo. Volvieron a plató, con la imagen de una chica de fondo. Me costó más de un segundo reconocerla, no era capaz de ubicarla en ese contexto. “Amordazada”, “cráneo roto”, “estrangulada”, “violada”. Aquellas palabras se metieron en mi cerebro. Solté el tenedor, miré a Julia, y solo pude decir: no, no hice lo suficiente.
Escrito por Sara Remendada
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